Comienza la obra "Ruido" en el Centro Cultural de la Pontificia Universidad Católica del Perú y a los diez minutos estoy muerto de risa por la excentricidad de la familia que nos presentan y la relación con una vecina, aparentemente normal. Luego de unos instantes el recuerdo me cae como un balde de agua fría: es exactamente como éramos todos en el Perú. Me estoy riendo de mi propio reflejo de los ochentas. Ese, de alguna manera, era yo.
Perú era un país de locos, mucho más locos de lo que somos ahora. Los precios volaban en cuestión de horas. Las autoridades tenían que hacer anuncios a la Nación con noticias dignas de una película de desastres. El dolar subía minuto a minuto. Las bombas sonaban, eran reales. Nadie sabía si iba a estar vivo al otro día pero asumíamos que nunca nos iba a pasar a nosotros. Gente desaparecía cada semana y a nadie parecía ni extrañarle ni importarle mucho.
Vino a mi mente el "Dios nos ayude" del Ministro de Economía. Vino a mi mente esa sordera colectiva a todo lo que pasaba. Vino a mi mente esa insensibilidad por las cosas graves al punto de que lo extravagante se volvió cotidiano y lo cotidiano extravagante.
Recordé esa lucha de las madres por inventar cualquier comida con lo que había. De pronto el pan con tomate y mantequilla no me pareció tan excéntrico tratando de recordar las comidas raras que se comenzaron a inventar en los ochentas. No es fantasía, así era, solamente que lo hemos olvidado. A mi padre le pagaron alguna vez con bolsas de frejoles de diferentes tipos un trabajo de ingeniería que hizo. Tanto frejol tenía que los embolsó y toda la familia se puso a vender, les pusimos de nombre "El Ofertón". Yo tuve la suerte que no lo hacíamos tanto por necesidad (aunque todos estábamos necesitados) como por hacer algo medianamente rentable con todos esos sacos de frejoles. Lo interesante es que, efectivamente, los vecinos llegaban y se les ofrecía "El Ofertón". Ahora me imagino a mi vecino entrando y yo mostrándole una bolsa de frejoles de diferentes tipos y me parece una locura de niveles increíbles. Pero así fue, todo eso pasó.
Me pateó el cerebro la locura de recordar Monterrey con los estantes vacíos. Las colas y las peleas por una lata de leche o medio kilo de azucar. La celebración a viva voz de los tíos cuando uno había conseguido un whisky "de contrabando". Todo estaba ahí, en el escenario, todo parecía tan lejano y era tan real a la vez. La indiferencia de que se vaya la luz y ese comportamiento autómata para prender las velas y la radio a pilas, para decubrir qué había pasado. Las llamadas en la oscuridad para que nos informen dónde estaba algún ser querido que había desaparecido en medio de la noche y con el sonido de las bombas. Todo eso pasó, no es ficción. Lo viví y lo volví a vivir hoy. Gracias, Ruido, por hacerme recordar todo eso y destapar mis oídos.